“Cuando el pensamiento es visible se
llama acción,
cuando la acción es invisible se llama pensamiento”
Franz Tamayo, Proverbios
Encarar una imagen desde un lugar en que la
historia persiste aún descoyuntada y ajena. Releer a Tamayo, acaso entenderlo,
mostrarlo apenas en lo que trasluce y esconde la complejidad del personaje que
nos ha dejado de herencia. Estas intuiciones rondando dos años, un tiempo
prudente de textos leídos, de posturas contradictorias, de documentos
atesorados, intraducibles a la escena… ¿o no tanto?
Tomar una decisión: ¿Quién es Tamayo para
esta época, para esta obra, para esta estética? ¿Acaso ese orgulloso mestizo
emergiendo de una vergüenza superada, esbozando al fin un proto-hombre
boliviano? ¿El poeta de solemnidad trágica?¿El hombre inmóvil, ante la
evidencia de que la historia lo ha pasado por encima? ¿El pensador que descubre
las aristas de la realidad del arte, de la realidad de la vida?
Elegir implica sesgar. Finalmente la
decisión, tan arriesgada como certera, es responder a este Tamayo desde todas
las entradas anteriores.
Se trata entonces de poner el pensamiento en
escena y dar cuerpo a estos Tamayos hechos de ideas, de situaciones, de palabras
impresas hace ya tanto. ¿Lo que los une? Una profunda masculinidad,
complejizada en su oscilar entre lo fundacional basado en ideas categóricas y
lo inevitablemente frágil de una situación incontrolable: 11 asesinatos que
Tamayo ignoraba llegan a su conocimiento cuando ya no puede hacer nada al
respecto.
El resultado es un Tamayo divido, en
conflicto. Ante esto, como ante todo, se hace primordial la piedad; el
postulado más importante a la hora en que Tamayo se manifiesta ante el pueblo
boliviano, y el sentido más intenso de su más honda poesía. Hybris: el terror y la piedad son los
móviles que desatan a este Tamayo en todos sus dobleces.
En escena, cuatro hombres le dan voz. Ninguno
de ellos es un personaje consumado, ninguno se muestra por completo. Todo está
coreografiado y dirigido hacia ese mismo punto: la escenografía opta por
espejos y paneles transparentes, que dejan ver a medias a estos personajes,
proyectan sombras, reflejan imágenes distorsionadas, a la vez oleaje de ese mar
ausente y recorte de montañas evocadas.
No es extraño pues, que la estructura de la
obra tome como base la Prometheida
(que nace en el mar y muere en la montaña), obra definida por Tamayo como
“tragedia lírica”: acción traducida en
poesía, subsumida en pensamiento, en música. A partir de ella se desanda el
camino y, en la puesta en escena, el pensamiento se hace acción.
Se hace la música y nunca abandona el
escenario: un sonido estático, continuo, se desarrolla a lo largo de la obra
junto al texto y al ritmo de la propia poesía dicha y cantada. Fragmentos
solitarios de melodías que apenas se sugieren, clusters cercanos a lo imperceptible, marcan la medida de un tiempo
implacable e irreversible, que no se detiene ni se precipita. Tiene que ver con
ese Tamayo incólume, que, en palabras del director “a la vez de
brindar una explicación, justamente, elude hacerlo”. Imagen compleja, traducida
en todos los estratos de la obra.
A través de las luces, el texto, el sonido y la escenografía,
se esboza entonces la imagen de aquel Tamayo esquivo: el espectro, la muestra
descarada de un ocultamiento que sobrepasa toda posibilidad de axioma, como una
ironía que logra fundar al fin la imagen siempre desmembrada del ser boliviano.
Acaso ahí, finalmente, se consuma el tan deseado destino trágico de este Tamayo transido de piedad, que intenta en vano ser
escuchado, cuando lo que tiene por decir es precisamente aquel titánico silencio
que lo habrá de definir en la historia.
Publicado en la revista Piedra de Agua, Nº 11
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